EL GUERRILLA
Hacia fines del siglo XIX, solía bajar de los Montes Pirineos un personaje que parecía salido de una pesadilla, digno de compartir su existencia con el Hombre de Cromagnon. Vivía en esas montañas; era aguerrido cazador de osos pardos que, por entonces, poblaban el infinito laberinto montañoso.
Doña Leocadia, de la villa de Teruel, luego de casarse vivió en Huesca, por aquel tiempo, modesta población donde vivió por algunos años con su familia. Allí, por mentas, supo de la existencia del primitivo, tosco y temible ser. Su bravura era la admiración de los vecinos y el temor que inspiraba (y un hedor mezcla de hombre y fiera) lo alejaban del trato que merecía como ser humano. Su porte era enorme en estatura y en robustez. Su andar bamboleante, propio de cualquier montañés, su aspecto estereotipado hasta llegar a ser aparatoso y grotesco. Su oficio de cazador de osos, había forjado muchos aspectos de su fisonomía y personalidad. Era como si para poder cazarlos, antes, debiera haberse comprometido a ser un rival digno de quitarles la vida.
¿Fusil? ¿Magnum?.. ¡Ay… las cosas del hombrecillo de hoy, que para derribar un árbol, necesita una motosierra! El Guerrilla salía a buscar su presa con una daga de acero toledano en el ancho cinto de suela de un palmo, casi una faja, que ceñía el centro de su tremenda humanidad. Seguía el rastro de su presa por varias jornadas. Por momentos, la presa era él. Era consciente de ello. Necesitaba hacerse oler por el fino olfato de su rival, para tenerlo cautivo en el área elegida para la contienda. En una dramática e increíble aventura de vida o muerte, ambos, oso y Guerrilla llegaban a conocerse y desearse lo suficiente. Con su aspecto aguerrido, creo que el oso llegaba a ver en él a un rival, más que un cazador.
Así era el Guerrilla. Los cazadores de hoy, con miras láser y armas poderosísimas y refinadas, tal vez puedan menospreciarle por su daga. Ningún oso confundiría un cazador actual con un rival. Muy de lejos distinguirían el brillo de sus armas, anteojos y relojes, el sulfuroso olor de la pólvora y los repulsivos perfumes de sus jabones y “desodorantes”.
El Guerrilla era él, su abrigo de piel de oso con su fuerte olor a salvaje y su inodora daga, bien oculta pero siempre dispuesta al reflejo prensil de su enorme mano siniestra. Cuando el encuentro final se producía, el Guerrilla lo enfrentaba decidida y aparatosamente, provocando al oso a tomar su posición bípeda, muy habitual del oso en ataque. Antes que el animal pusiera sobre él sus temibles garras, una garra humana se aferraba en la empuñadura de ébano con virola de alpaca de la daga que, veloz como una centella, enterraba en el vientre del oso. En semejante situación todavía, el tremendo cazador, quitaba y hendía varias veces por la misma herida en diversas direcciones para lograr una hemorragia más eficaz, sin dañar la piel más que lo necesario. Del precio de su venta dependía su subsistencia.
Un día, al subir la montaña, luego de mucho andar, llegó a ver que en una madriguera de lobos, faltaba la loba y dos lobitos estaban solitos en la nieve, sufriendo frío y desamparo. Luego de pasados dos días, ya de regreso con una enorme piel a cuestas, al pasar por la madriguera volvió a notar la ausencia de la loba, por lo que dedujo que ellos estarían huérfanos. Sin pensarlo, los cargó dentro de la piel de oso y, pasando por lo de doña Leocadia, sabiendo que allí habían dos niños, los dejó dentro del cerco, para que los niños al descubrirlos los adoptaran y cuidaran. Él sabía que, una vez crecidos, los cachorritos buscarían por instinto volver a su hábitat montañoso.
Así fue. Los niños los metieron en la casa, los abrigaron cerca del fuego y le pidieron a mamá Leocadia, algo de leche para que se alimentaran.
“Pero… ¡qué es esto!.. ¡qué es esto! ¿Es que os habéis vuelto locos? ¡Cáspita! ¡Sacad fuera estos lobicos, que la madre los ha de estar buscando!..”
Los niños obedecieron e inmediatamente pusieron ambos lobitos fuera de la casa, mientras nevaba. Cerraron la puerta y corrieron a la ventana para ver qué sucedía… en el preciso instante en que la celosa loba, los venía rastreando. Ella, delicadamente, con sus cabecitas entre sus dientes, los alzó y sin más, se perdió al trotecito por La Costanilla del Suspiro, rumbo a la montaña.
Doña Leocadia fue regañada por sus niños que, desde el principio, se habían encariñado con los cachorros. El mayor se atrevió a preguntarle cómo sabía que tenían madre.
“Pues… ¡Caramba! ¡Es que también madre soy! ¿Es que no vieron lo gordicos que estaban?.. ¡Caramba!..
¡Buen regalico el del Guerrilla este!..”.
El menor de los niños, José Joaquín Gracia,
fue mi padre unos veinte años después.
A él dedico este texto a modo de homenaje.
Nota del autor:
Regionalismos empleados de la zona de Galicia y Aragón, España:
"Regalico", en Aragón, es "regalito" para algunos, "regalillo" para otros o como se dice en la zona de Galicia, "regaliño".
Gordico: diminutivo de gordo.
Escribe Eduardo Néstor Gracia
móvil:2266539445/E-mail: edugracia2000@yahoo.com
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