viernes, 30 de abril de 2010
CUENTOS CORTOS...
Hacía dos meses que había llegado a la ciudad y nunca antes había visto nevar, por lo cual esto era una experiencia nueva para mi; estaba preparando un café en la cocina cuando la dueña de la pensión me advirtió que estaba por caer una nevada. Ella era una persona de unos 66 años, metro y medio de altura y el pelo totalmente blanco, como la nevada que se acercaba. No había cruzado casi palabra con ella, mas allá del primer día, donde nos pusimos de acuerdo con el pago de la habitación y demás normas que hacen a la vida entre un inquilino y un propietario.
El cielo se iluminó y la nevada era inminente; por lo que decidí no esperar al café y partí raudamente hacia la estación del tren, como lo venia haciendo casi todas las mañanas e incluso alguna tarde. Este lugar se había convertido en mi punto de partida para volver a intentar conquistar al mundo... pero con los ahorros que contaba, solo podría seguir por tres semanas más. De no conseguir empleo pronto, iba a tener que volver a empezar en otro sitio.
Al llegar a la estación, me encontré con aquel banco que esa mañana recibía los primeros copos de nieve. Me senté mientras la nieve, más persistente que espesa, caía sobre mis hombros, cabeza y piernas. Traté que mis sentidos estuvieran lo más abiertos posible, intentando que todas las sensaciones se esparcieran en mi interior, como esperando que ese día, fuera a descubrir algo nuevo. Pensaba sobre mi llegada a esta ciudad: había llegado huyendo no se bien de qué, pero ya no importaba. Ahora estaba inmerso en ella o por lo menos creía estarlo, solo sabía que de mi mismo ya no podría volver a huir. Las ilusiones con las que había llegado se habían ido apagando.
Miraba pasar los trenes con sus contenidos diversos. Unos paraban otros no; algunos era de carga, otros de pasajeros. Los de carga, por lo general transportaban leña o carbón y sus vagones eran altos y sucios; otros simplemente no se qué transportaban, no se dejaban ver. Completamente cerrados, compartían un dejo de indiferencia y misterio.
Los que transportaban pasajeros y seguían de largo, me hacían recordar una mirada o un rostro, lo cual no era poca cosa. Incluso los confundía entre sí, por lo cual quizás nunca podría saber que mirada pertenecía a que rostros o si esa mirada fugaz, alguna vez tuvo rostro.
Los trenes de pasajeros que paraban, tenían algo más para ver: un instante antes de que el tren arribara, la gente salía a la plataforma desde el resguardo e incluso algunos, seguramente por el horario, lo hacían antes de que el tren apareciera en la distancia. Los que salían antes no podían dejar de observarme, desde sus pequeñísimos ojos, que eran lo único que llevaban descubierto. Noté que les llamaba la atención mi actitud de estar solo en el banco, tapado de nieve. Creo que sentía tanto frío que no podía darme cuenta, pero claro ellos no lo sabían.
Los vagones abrían sus puertas y la gente entraba y salía velozmente, mientras se sostenían abiertas. Los viajeros apenas abrían sus ojos para cuidar no atropellarse.
Algunos de los que salían me observaban, generalmente los niños. Los cara pálidas que estaban adentro también lo hacían y yo a ellos, sus frías miradas eran dueñas de mi, en esos dos minutos en los que sus limpios y amplios vagones, estaban detenidos a la espera de que alguien entrara o saliera de ellos.
Así transcurría la mañana... ver nevar ya había dejado de ser una novedad. Ver gente pasar, también. Ver vagones con madera, otros con carbón y algunos trenes sin carga aparente; algunas locomotoras sin vagones, otras con vagones grandes y sucios o limpios y viejos...
Hasta que de pronto me di cuenta: cada vagón es lo suficientemente grande para que quepan los sueños que viajan en el.
Javier Ocaño.
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REV. Nº 12
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